martes, 23 de octubre de 2012

LA CASA DE TARZÁN


LA CASA DE TARZÁN ( El beso de Carla: 5)
¿Qué estaba haciendo allí? A saber lo que pensaría cualquiera que le viera desde alguna de esas ventanas. El parque estaba rodeado de modernos bloques de edificios en una barriada bastante reciente de la ciudad. Los escasos árboles del recinto eran demasiado jóvenes para que Raúl no estuviera expuesto a las miradas curiosas de sus vecinos. Aunque pensándolo bien… ¿Quién iba a estar mirando por la ventana a las 2 de la madrugada? En todas esas viviendas los padres habían sido capaces de dormir a sus hijos… Todos menos él.
El silencio del parque era de una tranquilidad reconfortante. Hacía sólo unas horas era un hervidero de llantos, risas y conversaciones sobre papillas, pañales y colegios públicos. Ahora Raúl era capaz de oír su propia respiración y como mucho, apreciar a lo lejos el sonido de los coches pasando por una circunvalación próxima.
Era la tercera semana de mayo y la temperatura a esas horas era agradable. Había hecho bien en no ponerse la sudadera para disimular que había bajado a la calle en pijama. El modo en el que había dado el portazo al salir dejando a su mujer con la sudadera en la mano no había sido el más adecuado; pero él también estaba enfadado. Era él quien estaba en pijama en un parque a las dos de la madrugada buscando un pulpo de fieltro con los colores de la selección española de fútbol.
 El dichoso muñeco fue un regalo espontáneo a su hijo para intentar fomentarle la pasión por el fútbol en el pasado mundial. La aparición en las noticias de un pulpo que era capaz de predecir y acertar los resultados de las diferentes competiciones, provocó  una avalancha de muñecos del molusco en quioscos y jugueterías. El animal, dentro de una pecera, tenía dos cofres con comida, separados entre sí e identificados con la bandera de los países que iban a jugar el siguiente partido. En un instante glorioso para las casas de apuestas, dirigía sus tentáculos hacia el comedero  con la bandera de la selección que supuestamente iba a ganar el siguiente enfrentamiento. El suceso se convertía en todo un acontecimiento entre los medios internacionales y la tontería en cuestión alimentó la ilusión de los aficionados que, finalmente, se vieron recompensados con la histórica victoria.
Raúl admitía que se había excedido un poco intentando que su hijo, que por aquel entonces contaba con un año de edad, repitiera todo tipo de vítores para animar a la selección. Como es natural, el niño se cansaba y era incapaz de seguir ni diez minutos de un partido en el que sólo veía a diminutos hombres corriendo con un balón. Pero el muñeco, quizás por su tacto suave, quizás por sus vistosos colores, fue del agrado del pequeño.
El pequeño Raúl de 20 meses, Raulito para la familia, era incapaz de dormirse sin su pulpo. El juguete acompañaba al niño a todas partes excepto en la escuela infantil, donde un temor infundado de su padre a que se lo robara otro niño había disuadido a Raulito de llevarlo consigo. Pero ese día el pulpo había quedado olvidado en algún rincón del parque y ese pequeño cabrón no estaba dispuesto a irse a la cama sin lo que él llamaba su “púpol”. Tras sucesivos berrinches al llevarlo a la cama a la fuerza, alternados con suaves y cariñosos razonamientos para tratar de convencer al chiquillo, la última solución era la que le había llevado al parque a esas horas de la noche.
La tranquilidad nocturna del parque había dejado de hacer efecto. ¿Qué coño estaba haciendo allí?
La linterna no tenía mucho alcance y Raúl exploraba todos los rincones donde su hijo solía jugar. Era consciente de que lo más probable era que cualquier otro niño lo hubiera encontrado y ahora lo tuviera junto a su almohada.
Era frecuente que los niños intercambiaran juguetes en el parque, se les insistía con el “hay que compartir” pero luego se les recordaba que hicieran uso del sentido de la propiedad y cada niño volvía a casa con sus propios juguetes. Por eso pensaba que lo habría olvidado allí y algún niño, cuyos padres incumplían las normas no escritas del parque, se lo había llevado. Alguna vez su hijo había cogido algún juguete olvidado en el suelo y Raúl le había insistido en que lo dejara en algún lugar visible, para que el desafortunado propietario tuviera una búsqueda fácil. Por lo visto, no todos seguían el mismo protocolo.
  Llevaba medio parque rastreado y ni en los columpios, ni en el balancín había encontrado nada. Incluso había buscado en un pequeño seto de arbustos donde sabía que su hijo no se acercaba desde que un día, mientras zarandeaba una de las plantas para arrancar una flor, salió un gato del interior huyendo a toda velocidad y dando un gran susto al pequeño.
 Cansado y agobiado por lo absurdo de la situación, Raúl se sentó en un banco y miró desde allí su edificio. Su ventana era la única iluminada de toda la fachada. El pequeño tirano seguía dominando el combate. Comprobó su móvil para corroborar que no había ningún mensaje de Isa, su mujer. Ya eran las dos y cuarto. Mierda.
Raúl se sentía totalmente superado en esas situaciones. No soportaba el agudo llanto de su hijo, ver como se destrozaba la garganta en cada berrido, como su cara se enrojecía de esa manera tan alarmante. No era capaz de tomar una iniciativa, se quedaba bloqueado. Isa en esos casos tenía más recursos, se sacaba de la manga los trucos que el sentido común, su madre y alguna revista especializaba aconsejaban para esos conflictos. Pero esa vez Raulito les había vencido por goleada y justo antes de bajar le había dejado correteando por la casa, haciendo todo el ruido posible con la malévola intención de que nadie pudiera descansar hasta que no tuviera a su “Púpol”.
Raúl sabía que si seguía escarbando en su desesperación llegaría a niveles indeseables, pensamientos que temía verbalizar y que le hacían sentirse mala persona. Pero esa noche había tocado fondo y un pensamiento antes enterrado había aflorado en su conciencia: Fue Isa la que quiso tener hijos.
Se levantó del banco dando un brinco, como si la brusquedad de su movimiento sirviera para dar carpetazo a sus malos pensamientos. Aún quedaba una pequeña parte del parque, cinco minutos más y a casa. La idea de estar perdiendo horas de sueño le cabreaba aún más. Al amanecer tenía que coger un tren para una reunión en Madrid… ¡Bendito tren de alta velocidad! Si no existiera apenas quedarían un par de horas para que sonara el despertador. De todas formas, mañana se sentiría terriblemente cansado igualmente.
 Caminó a lo largo de unos aparatos de gimnasia fijos que solían usar los ancianos por las mañanas. Iluminó todos ellos y ni rastro del muñeco. Era agradable pisar ese suelo de goma que ponen en los parques de ahora. Cuando él era pequeño todo era tierra y grava, un “nido de infecciones” como diría Isa. Un sonido a lo lejos le hizo levantar la mirada: un vagabundo arrastraba un carrito desde el final de una calle en dirección al parque. Hablaba solo.
Echó un vistazo general con su linterna enfocando a todo el parque y se dio cuenta que no había mirado en “La casa de Tarzán”. Dos pequeñas torres hechas con troncos bien barnizados estaban unidas por una red gruesa para que los niños pasaran de un lado a otro. Cada módulo tenía un tobogán y escaleras de acceso. Raúl decidió echar un vistazo a su interior como punto final a su búsqueda. No le hizo falta usar la escalera, dejó la linterna arriba y se impulsó con sus brazos metiendo medio cuerpo en una de las torres.
-¡No me hagas daño por favor!
Con las piernas colgando fuera del módulo, Raúl se quedó paralizado. Cogió la linterna e iluminó el interior del habitáculo. Acurrucada y aferrada a una mochila, una chica le miraba con cara de pánico.
-Tranquila. No voy a hacerte nada. Sólo estaba buscando una cosa que he perdido.
-¡Lárgate por favor! -decía la chica.
Raúl estaba en una posición tan incómoda que para poder bajar mejor de allí, prefirió  meter el resto su cuerpo por la ventana de la torre y acceder al interior.
-Enseguida me voy- dijo Raúl jadeando e incorporándose de forma aparatosa.-Uno ya tiene una edad.
Se sentó frente a la chica para recuperar el aliento. El espacio no tenía más de dos metros cuadrados. Puso la linterna en vertical iluminando hacia arriba y el interior de la casa de Tarzán quedó bastante visible. Las paredes y el techo estaban plagados de egocéntricas declaraciones adolescentes e intensas muestras de amor y amistad. Toda aquella palabrería parecía haber salido del mismo rotulador permanente.
-¿Qué haces aquí sola a estas horas? ¿Te has ido de casa o algo así? -preguntó Raúl.
La chica, que aún escondía su temor al desconocido bajo su rostro serio y desconfiado, respondió:
-Algo así.
-¿Y no crees que tus padres te estarán buscando?
-Piensan que duermo en casa de una amiga… Mira, sólo estoy esperando unas horas a que mi abuela se despierte y me iré a su casa. Aquí estoy segura… Y ahora si te puedes marchar me harías un favor. Estaba durmiendo hasta que me has dado el susto.
-Está bien- dijo Raúl.
 Como pudo giró sobre sí mismo para sacar sus piernas por el tobogán que tenía a su izquierda. El vagabundo del carrito parecía haber entrado en el parque. Ahora canturreaba.
 Raúl cogió la linterna y antes de impulsarse hacia abajo miró a la chica por última vez.
-Oye se me ocurre una cosa. En el patio de mi edificio hay una especie sofá bastante cómodo. Creo que ahí estarás más segura y nadie te molestará. Además, no creo que nadie salga del edificio mañana tan temprano como yo.
La chica se quedó pensando unos instantes.
-Que no… Gracias. ¿Nunca te dijeron de pequeño que no hay que irse con desconocidos?
-Touché.- respondió Raúl con una sonrisa.
-¿Qué has dicho?
-Nada.- Raúl se deslizó por el tobogán hasta desaparecer.
La chica miró por la ventana de la torre y vio como Raúl se iba alejando. Un horrible bramido la sobresaltó. La chica miró ahora desde el otro lado, por una especie de ojo de buey y vio al vagabundo entrando en el parque en dirección a la casa de Tarzán. Aquel hombre lanzaba ahora quejas desesperadas a voz en grito. La chica sintió miedo. Cogió su mochila y se tiró por el tobogán. Una vez en tierra se incorporó y se puso a correr hacia donde estaba Raúl.
-¡Espera! -le gritó.
Raúl se giró y se detuvo a esperarla.
La chica llegó a su lado y le dijo:
-Acepto lo de quedarme en el patio… Si te vas a sentir mejor.
Sin decir una palabra. Raúl continuó caminando. Paró en un paso de cebra con el semáforo en rojo para peatones. La chica miró a ambos lados y dio un paso al frente.
-A estas horas no pasa nadie.
-Perdona. -dijo Raúl.- Es la costumbre  de ir con el chiquillo.
Raúl echó a andar y sintió curiosidad por la joven:
-Yo me llamo Raúl ¿Tú cómo te llamas?
-Carla.- respondió tras bostezar.
-Tendrás unos 17 años…
-15. -respondió Carla.
- Vaya. Soy un poco malo para calcular la edad.
-No te preocupes.- dijo Carla sonriendo.- Me mola aparentar más.
Raúl cambió de tema:
-Debe haber sido una bronca muy fuerte para haberte escapado así.
-Me ha pegado una hostia
-¿Cómo?
-Mi padre. Me ha “cruzao” la  cara delante de todo el mundo. No se lo voy a perdonar nunca. Por eso me voy con mi abuela y punto. Además, a ella le viene bien la compañía.
Raúl titubeó un poco pero finalmente le dijo:
-Ya sé que no es asunto mío, pero independientemente de lo que hagas no dejéis de tener una conversación. A veces ser padre es complicado y no sabes cómo actuar. Nadie nos enseña a serlo a fin de cuentas.
-Ya, pero tú nunca pegarías así a tu hijo.
“Yo nunca pegaría así a mi hijo” pensó Raúl, pero hacía sólo unos minutos estaba tan hastiado por la situación que había deseado que no existiera, que no formara parte de su vida. Eso era terriblemente peor que un desafortunado bofetón. Raúl sentía odio por sí mismo al haber tenido ese pensamiento tan repugnante. Se intentaba convencer de que había sido una recaída, fruto de la desesperación y el cansancio, en su labor de padre permanentemente a prueba. No quería que, llegado el momento, un futuro Raulito de quince años le odiara así y no quisiera saber de él. Temía no estar a la altura en la adolescencia de su propio hijo si con sólo 20 meses de paternidad ya se estaba arrepintiendo.  Estaba volviendo a dar rienda suelta a sus pensamientos y no quería que volviera a aflorar su lamentable subconsciente, así que miró a Carla y su imagen juvenil invadió sus pensamientos. Era una chica bastante guapa, su diminuta nariz le recordaba a la de Isa, pero a pesar de que la ropa y el maquillaje intentaban ocultarlo, era innegable que aún era una niña.
Cerca de su portal, Raúl miró hacia su piso y vio que las luces estaban apagadas. Buscó su móvil en el bolsillo y efectivamente tenía un mensaje de Isa que decía “Por fin”.
 Entraron en el portal y Raúl le indicó a  Carla donde podía acomodarse. Carla se dejó caer en el sofá de escay de dos plazas que, junto a una maceta con una planta artificial, componían la decoración del patio. Carla puso la mochila en un extremo para que le sirviera de almohada, pero permaneció sentada mientras Raúl llamaba al ascensor.
-Debes haber perdido algo muy valioso para bajar a buscarlo a estas horas. ¿Qué era? ¿El móvil?
-No. -dijo Raúl sonriendo.- Era un juguete de mi hijo. Resulta que no se puede dormir sin su muñeco favorito.
-¡Qué fuerte! Tienes que ser un padre guay para hacer eso. El mío ni de coña lo hubiera hecho.
-No creas.- lamentó Raúl.
En ese momento llegó el ascensor y Raúl se despidió dándole las buenas noches a Carla. Dentro del ascensor se miró en el espejo y se dijo a sí mismo: “un padre guay”.
Carla se había quedado unos instantes pensando en lo que Raúl le había contado del juguete y se sintió estúpida por no haber caído en la cuenta. Abrió su mochila y sacó el pulpo de fieltro con los colores de la selección española que había encontrado en “La casa de Tarzán”. Lo había cogido pensando que sería un regalo ideal para Richi. Una oportunidad para que le dedicara algo de su atención, normalmente dirigida a chicas  mayores que ella. Richi, el único del insti que ya tenía carnet de conducir, el líder indiscutible que había ido a parar a la clase de Carla tras haber repetido un curso en Primaria y dos en Secundaria. Carla buscaba siempre cualquier oportunidad para hablar con él: ofrecerse para compartir el libro en el aula, para dejarle un bolígrafo e incluso para pasarle las respuestas durante un examen.  Sabiendo de su pasión por el fútbol, sabía que este regalo que había encontrado en el parque iba a quedar estupendamente en la bandeja trasera de su coche.
 Pero a Carla le asaltaban las dudas, pensaba en ese pobre hombre que había bajado de madrugada al parque para buscar un juguete de su hijo. Era obvio que buscaba el pulpo. Con el muñeco en las manos, imaginó la alegría de ese niño al ver que su padre había conseguido traerle de vuelta su juguete. Se sinceró consigo misma y llegó a la conclusión que llevaba todo el curso lanzando señales desesperadas a Richi y éste la trataba como una más de la clase. Sin duda, ese pulpo tenía que volver a su propietario.
 Se levantó del sofá y se dirigió a los buzones de los diferentes vecinos. No todos indicaban el nombre de los mismos, pero en el 3ºA había una etiqueta que ponía “Raúl Valle González. Isabel Torres Asensi. Raúl Valle Torres”. Le pareció entrañable que consideraran el nombre del pequeño en el buzón. Definitivamente eran unos padres muy guays.
Carla subió hasta el tercer piso procurando no hacer ruido y dejó el pulpo en el felpudo de la puerta que indicaba “3ºA”. Satisfecha por su buena acción, volvió a bajar al patio y se tumbó en el sofá para intentar dormir un poco.
 A las 7:15 de la mañana siguiente, Raúl ya se había duchado, afeitado y vestido. Apuraba un café con leche en la cocina mientras su pequeña familia todavía disfrutaba de un profundo sueño. Se arrepentía de haber llegado a la situación de la noche anterior; bajar al parque había sido ridículo. Tenía que hablar con Isa y afrontar de otra manera la educación de Raulito. No podían perder el control de esa manera nunca más. Puso la taza vacía en el fregadero, cogió su maletín y comprobó que llevaba consigo el móvil y la cartera. No podía retrasarse más o no llegaría a tiempo a la estación. A pesar de que el despertador había sonado a la misma hora de siempre, el terrible cansancio había hecho que todo resultara más lento esa mañana.
 Abrió la puerta del piso y estuvo a punto de pisar el pulpo que continuaba en el felpudo. No se lo podía creer. Se agachó para coger el muñeco y rápidamente dedujo que tenía que haber sido Carla la que lo había dejado allí. Lo que no sabía era si después de haberla dejado en el portal, había tomado la iniciativa de buscarlo por su cuenta o  es que lo había tenido todo el rato. No recordaba exactamente las palabras pero simplemente le había dicho que buscaba un juguete de su hijo. Daba igual. El maldito pulpo volvía a casa.
 Volvió a entrar en el piso y se dirigió a la habitación del pequeño. Procurando no despertarle, dejó al pulpo sobre la almohada junto a la cabeza de su hijo. El pequeño dormía profundamente, emitiendo un leve sonido al espirar con la boca ligeramente abierta. La imagen de su hijo dormido enterneció a Raúl al mismo tiempo que martilleaba su mala conciencia. Guardó ese momento en su retina y volvió a sepultar sus malos pensamientos bajo capas y capas de buenos recuerdos con su hijo.
 Miró el reloj y se apresuró de nuevo hacia la puerta. Al bajar al patio esperaba encontrar a Carla dormida en el sofá, pero allí no había nadie. Raúl supuso  que la joven ya estaría en casa de su abuela. Al salir del portal miró a ambos lados pero, salvo un par de coches parados ante el semáforo, la calle estaba desierta. Atravesó el parque para atajar y sintió el impulso de echar un vistazo en “La casa de Tarzán” pero no podía perder más tiempo. Quien sí que estaba era el vagabundo, durmiendo bajo unos cartones en uno de los bancos del parque.  El temor a perder el tren hacía que Raúl caminara a ritmo acelerado y entre bostezo y bostezo, empezó a repasar mentalmente la agenda del día.