lunes, 10 de diciembre de 2012

ELLA Y ÉL. A partir de una fotografía de Alfredo J. llorens



De acuerdo. Lo reconocía. Se estaba comportando como una niña enfurruñada. 
Simplemente necesitaba estar alejada de él unos minutos mientras le duraba el cabreo. Era algo más que contar hasta diez y, aunque aparentemente infantil, mucho más civilizado que empezar a gritarle en medio de la calle que era un imbécil. No era el hecho de haber olvidado los tickets en el último día de esta exposición, era el irritante tono con el que le había dicho que sí los había cogido al preguntárselo antes de salir de casa. Le había hecho quedar como una pesada para que, finalmente, los tickets se hubieran quedado en el bolsillo de otro pantalón. Volver a casa a por ellos no era una opción ya que sólo quedaban dos horas para el cierre de museo. En definitiva, su novio era un imbécil.
Él esperaba pacientemente a unos metros de ella. Sabía que en esos momentos, ella necesitaba de unos minutos de calma y aunque se había apresurado en disculparse, era mejor respetar su cabreo momentáneo.
Ella había leído en una revista de la sala de espera del dentista que en esos instantes en los que tu pareja se convierte en el centro de tu ira, había que hacer un esfuerzo por recordar todas sus virtudes. Estaba algo cansada de estar ahí sentada mientras él esperaba de pie en la puerta como lo que era, un imbécil, así que intentó poner en práctica el consejo de la revista:
 ¿Qué virtudes tenía él? Lo primero que le vino a la mente fue su comportamiento ejemplar y extremadamente cariñoso cuando falleció su padre; su mano izquierda y exquisita educación para esquivar los perversos dardos de la envidiosa de su cuñada y sobre todo, el no poder evitar contagiarse de sus ataques de risa. 
 A ella también le encantaba su vehemente defensa del Nesquick contra el Cola-Cao, su increíble intuición para adivinar el final de las películas y la extraordinaria capacidad de sonreír a pesar de que el despertador sonara los lunes a las 6:45 de la mañana.
 Él disfrutaba contando a todo el mundo que sus hijos serían maravillosos. La explicación era lo que a ella le hacía reír: resulta que en una visita al ginecólogo, éste afirmó que su útero tenía una extraña forma de corazón.
 Ella se maravillaba con la fuente inagotable de anécdotas infantiles que aún le seguía contando: la última, aquella en la que con 9 años, se pasó tres noches en vela en la azotea de su edificio. A él  se le había metido en la cabeza que si encendía y apagaba su linterna repetidamente apuntando al cielo recibiría respuesta de los extraterrestres. La noche que sus padres se dieron cuenta que no estaba en su habitación, se armó el consabido jaleo: llamaron a las casas de sus amigos, a la policía, buscaron en todas partes menos en la azotea. Él se había quedado dormido intentando su encuentro interplanetario. No hubo respuesta alienígena, pero sí un tremendo catarro y un mes sin televisión.
 Recordó también lo bien que aceptaba que ella tuviera fobia a volar: sabía que él disfrutaría enseñándole Nueva York y no se quejaba aunque viajar con ella era estar condenado a no salir de Europa. En definitiva, era un tipo generoso, cariñoso y un profesional excelente... Eso sí, un poco despistado.
 Ella suspiró, parecía que ya estaba más tranquila. Una paloma pasaba por delante con el particular vaivén de su cabeza. Ella miró a la paloma y lo interpretó como un mensaje de paz lanzado desde donde estaba él. Ella levantó la cabeza y lo miró. Ahí seguía. De pie. Ya no le parecía un imbécil. 
 Además, un rayo de luz le iluminaba casualmente como un foco al artista principal en un escenario. Qué guapo estaba con esa luz. Qué paciente había sido esperándola y qué despistado era. A fin de cuentas, era la estúpida de su cuñada quien había insistido en que vieran esa exposición... No sería para tanto.

martes, 23 de octubre de 2012

LA CASA DE TARZÁN


LA CASA DE TARZÁN ( El beso de Carla: 5)
¿Qué estaba haciendo allí? A saber lo que pensaría cualquiera que le viera desde alguna de esas ventanas. El parque estaba rodeado de modernos bloques de edificios en una barriada bastante reciente de la ciudad. Los escasos árboles del recinto eran demasiado jóvenes para que Raúl no estuviera expuesto a las miradas curiosas de sus vecinos. Aunque pensándolo bien… ¿Quién iba a estar mirando por la ventana a las 2 de la madrugada? En todas esas viviendas los padres habían sido capaces de dormir a sus hijos… Todos menos él.
El silencio del parque era de una tranquilidad reconfortante. Hacía sólo unas horas era un hervidero de llantos, risas y conversaciones sobre papillas, pañales y colegios públicos. Ahora Raúl era capaz de oír su propia respiración y como mucho, apreciar a lo lejos el sonido de los coches pasando por una circunvalación próxima.
Era la tercera semana de mayo y la temperatura a esas horas era agradable. Había hecho bien en no ponerse la sudadera para disimular que había bajado a la calle en pijama. El modo en el que había dado el portazo al salir dejando a su mujer con la sudadera en la mano no había sido el más adecuado; pero él también estaba enfadado. Era él quien estaba en pijama en un parque a las dos de la madrugada buscando un pulpo de fieltro con los colores de la selección española de fútbol.
 El dichoso muñeco fue un regalo espontáneo a su hijo para intentar fomentarle la pasión por el fútbol en el pasado mundial. La aparición en las noticias de un pulpo que era capaz de predecir y acertar los resultados de las diferentes competiciones, provocó  una avalancha de muñecos del molusco en quioscos y jugueterías. El animal, dentro de una pecera, tenía dos cofres con comida, separados entre sí e identificados con la bandera de los países que iban a jugar el siguiente partido. En un instante glorioso para las casas de apuestas, dirigía sus tentáculos hacia el comedero  con la bandera de la selección que supuestamente iba a ganar el siguiente enfrentamiento. El suceso se convertía en todo un acontecimiento entre los medios internacionales y la tontería en cuestión alimentó la ilusión de los aficionados que, finalmente, se vieron recompensados con la histórica victoria.
Raúl admitía que se había excedido un poco intentando que su hijo, que por aquel entonces contaba con un año de edad, repitiera todo tipo de vítores para animar a la selección. Como es natural, el niño se cansaba y era incapaz de seguir ni diez minutos de un partido en el que sólo veía a diminutos hombres corriendo con un balón. Pero el muñeco, quizás por su tacto suave, quizás por sus vistosos colores, fue del agrado del pequeño.
El pequeño Raúl de 20 meses, Raulito para la familia, era incapaz de dormirse sin su pulpo. El juguete acompañaba al niño a todas partes excepto en la escuela infantil, donde un temor infundado de su padre a que se lo robara otro niño había disuadido a Raulito de llevarlo consigo. Pero ese día el pulpo había quedado olvidado en algún rincón del parque y ese pequeño cabrón no estaba dispuesto a irse a la cama sin lo que él llamaba su “púpol”. Tras sucesivos berrinches al llevarlo a la cama a la fuerza, alternados con suaves y cariñosos razonamientos para tratar de convencer al chiquillo, la última solución era la que le había llevado al parque a esas horas de la noche.
La tranquilidad nocturna del parque había dejado de hacer efecto. ¿Qué coño estaba haciendo allí?
La linterna no tenía mucho alcance y Raúl exploraba todos los rincones donde su hijo solía jugar. Era consciente de que lo más probable era que cualquier otro niño lo hubiera encontrado y ahora lo tuviera junto a su almohada.
Era frecuente que los niños intercambiaran juguetes en el parque, se les insistía con el “hay que compartir” pero luego se les recordaba que hicieran uso del sentido de la propiedad y cada niño volvía a casa con sus propios juguetes. Por eso pensaba que lo habría olvidado allí y algún niño, cuyos padres incumplían las normas no escritas del parque, se lo había llevado. Alguna vez su hijo había cogido algún juguete olvidado en el suelo y Raúl le había insistido en que lo dejara en algún lugar visible, para que el desafortunado propietario tuviera una búsqueda fácil. Por lo visto, no todos seguían el mismo protocolo.
  Llevaba medio parque rastreado y ni en los columpios, ni en el balancín había encontrado nada. Incluso había buscado en un pequeño seto de arbustos donde sabía que su hijo no se acercaba desde que un día, mientras zarandeaba una de las plantas para arrancar una flor, salió un gato del interior huyendo a toda velocidad y dando un gran susto al pequeño.
 Cansado y agobiado por lo absurdo de la situación, Raúl se sentó en un banco y miró desde allí su edificio. Su ventana era la única iluminada de toda la fachada. El pequeño tirano seguía dominando el combate. Comprobó su móvil para corroborar que no había ningún mensaje de Isa, su mujer. Ya eran las dos y cuarto. Mierda.
Raúl se sentía totalmente superado en esas situaciones. No soportaba el agudo llanto de su hijo, ver como se destrozaba la garganta en cada berrido, como su cara se enrojecía de esa manera tan alarmante. No era capaz de tomar una iniciativa, se quedaba bloqueado. Isa en esos casos tenía más recursos, se sacaba de la manga los trucos que el sentido común, su madre y alguna revista especializaba aconsejaban para esos conflictos. Pero esa vez Raulito les había vencido por goleada y justo antes de bajar le había dejado correteando por la casa, haciendo todo el ruido posible con la malévola intención de que nadie pudiera descansar hasta que no tuviera a su “Púpol”.
Raúl sabía que si seguía escarbando en su desesperación llegaría a niveles indeseables, pensamientos que temía verbalizar y que le hacían sentirse mala persona. Pero esa noche había tocado fondo y un pensamiento antes enterrado había aflorado en su conciencia: Fue Isa la que quiso tener hijos.
Se levantó del banco dando un brinco, como si la brusquedad de su movimiento sirviera para dar carpetazo a sus malos pensamientos. Aún quedaba una pequeña parte del parque, cinco minutos más y a casa. La idea de estar perdiendo horas de sueño le cabreaba aún más. Al amanecer tenía que coger un tren para una reunión en Madrid… ¡Bendito tren de alta velocidad! Si no existiera apenas quedarían un par de horas para que sonara el despertador. De todas formas, mañana se sentiría terriblemente cansado igualmente.
 Caminó a lo largo de unos aparatos de gimnasia fijos que solían usar los ancianos por las mañanas. Iluminó todos ellos y ni rastro del muñeco. Era agradable pisar ese suelo de goma que ponen en los parques de ahora. Cuando él era pequeño todo era tierra y grava, un “nido de infecciones” como diría Isa. Un sonido a lo lejos le hizo levantar la mirada: un vagabundo arrastraba un carrito desde el final de una calle en dirección al parque. Hablaba solo.
Echó un vistazo general con su linterna enfocando a todo el parque y se dio cuenta que no había mirado en “La casa de Tarzán”. Dos pequeñas torres hechas con troncos bien barnizados estaban unidas por una red gruesa para que los niños pasaran de un lado a otro. Cada módulo tenía un tobogán y escaleras de acceso. Raúl decidió echar un vistazo a su interior como punto final a su búsqueda. No le hizo falta usar la escalera, dejó la linterna arriba y se impulsó con sus brazos metiendo medio cuerpo en una de las torres.
-¡No me hagas daño por favor!
Con las piernas colgando fuera del módulo, Raúl se quedó paralizado. Cogió la linterna e iluminó el interior del habitáculo. Acurrucada y aferrada a una mochila, una chica le miraba con cara de pánico.
-Tranquila. No voy a hacerte nada. Sólo estaba buscando una cosa que he perdido.
-¡Lárgate por favor! -decía la chica.
Raúl estaba en una posición tan incómoda que para poder bajar mejor de allí, prefirió  meter el resto su cuerpo por la ventana de la torre y acceder al interior.
-Enseguida me voy- dijo Raúl jadeando e incorporándose de forma aparatosa.-Uno ya tiene una edad.
Se sentó frente a la chica para recuperar el aliento. El espacio no tenía más de dos metros cuadrados. Puso la linterna en vertical iluminando hacia arriba y el interior de la casa de Tarzán quedó bastante visible. Las paredes y el techo estaban plagados de egocéntricas declaraciones adolescentes e intensas muestras de amor y amistad. Toda aquella palabrería parecía haber salido del mismo rotulador permanente.
-¿Qué haces aquí sola a estas horas? ¿Te has ido de casa o algo así? -preguntó Raúl.
La chica, que aún escondía su temor al desconocido bajo su rostro serio y desconfiado, respondió:
-Algo así.
-¿Y no crees que tus padres te estarán buscando?
-Piensan que duermo en casa de una amiga… Mira, sólo estoy esperando unas horas a que mi abuela se despierte y me iré a su casa. Aquí estoy segura… Y ahora si te puedes marchar me harías un favor. Estaba durmiendo hasta que me has dado el susto.
-Está bien- dijo Raúl.
 Como pudo giró sobre sí mismo para sacar sus piernas por el tobogán que tenía a su izquierda. El vagabundo del carrito parecía haber entrado en el parque. Ahora canturreaba.
 Raúl cogió la linterna y antes de impulsarse hacia abajo miró a la chica por última vez.
-Oye se me ocurre una cosa. En el patio de mi edificio hay una especie sofá bastante cómodo. Creo que ahí estarás más segura y nadie te molestará. Además, no creo que nadie salga del edificio mañana tan temprano como yo.
La chica se quedó pensando unos instantes.
-Que no… Gracias. ¿Nunca te dijeron de pequeño que no hay que irse con desconocidos?
-Touché.- respondió Raúl con una sonrisa.
-¿Qué has dicho?
-Nada.- Raúl se deslizó por el tobogán hasta desaparecer.
La chica miró por la ventana de la torre y vio como Raúl se iba alejando. Un horrible bramido la sobresaltó. La chica miró ahora desde el otro lado, por una especie de ojo de buey y vio al vagabundo entrando en el parque en dirección a la casa de Tarzán. Aquel hombre lanzaba ahora quejas desesperadas a voz en grito. La chica sintió miedo. Cogió su mochila y se tiró por el tobogán. Una vez en tierra se incorporó y se puso a correr hacia donde estaba Raúl.
-¡Espera! -le gritó.
Raúl se giró y se detuvo a esperarla.
La chica llegó a su lado y le dijo:
-Acepto lo de quedarme en el patio… Si te vas a sentir mejor.
Sin decir una palabra. Raúl continuó caminando. Paró en un paso de cebra con el semáforo en rojo para peatones. La chica miró a ambos lados y dio un paso al frente.
-A estas horas no pasa nadie.
-Perdona. -dijo Raúl.- Es la costumbre  de ir con el chiquillo.
Raúl echó a andar y sintió curiosidad por la joven:
-Yo me llamo Raúl ¿Tú cómo te llamas?
-Carla.- respondió tras bostezar.
-Tendrás unos 17 años…
-15. -respondió Carla.
- Vaya. Soy un poco malo para calcular la edad.
-No te preocupes.- dijo Carla sonriendo.- Me mola aparentar más.
Raúl cambió de tema:
-Debe haber sido una bronca muy fuerte para haberte escapado así.
-Me ha pegado una hostia
-¿Cómo?
-Mi padre. Me ha “cruzao” la  cara delante de todo el mundo. No se lo voy a perdonar nunca. Por eso me voy con mi abuela y punto. Además, a ella le viene bien la compañía.
Raúl titubeó un poco pero finalmente le dijo:
-Ya sé que no es asunto mío, pero independientemente de lo que hagas no dejéis de tener una conversación. A veces ser padre es complicado y no sabes cómo actuar. Nadie nos enseña a serlo a fin de cuentas.
-Ya, pero tú nunca pegarías así a tu hijo.
“Yo nunca pegaría así a mi hijo” pensó Raúl, pero hacía sólo unos minutos estaba tan hastiado por la situación que había deseado que no existiera, que no formara parte de su vida. Eso era terriblemente peor que un desafortunado bofetón. Raúl sentía odio por sí mismo al haber tenido ese pensamiento tan repugnante. Se intentaba convencer de que había sido una recaída, fruto de la desesperación y el cansancio, en su labor de padre permanentemente a prueba. No quería que, llegado el momento, un futuro Raulito de quince años le odiara así y no quisiera saber de él. Temía no estar a la altura en la adolescencia de su propio hijo si con sólo 20 meses de paternidad ya se estaba arrepintiendo.  Estaba volviendo a dar rienda suelta a sus pensamientos y no quería que volviera a aflorar su lamentable subconsciente, así que miró a Carla y su imagen juvenil invadió sus pensamientos. Era una chica bastante guapa, su diminuta nariz le recordaba a la de Isa, pero a pesar de que la ropa y el maquillaje intentaban ocultarlo, era innegable que aún era una niña.
Cerca de su portal, Raúl miró hacia su piso y vio que las luces estaban apagadas. Buscó su móvil en el bolsillo y efectivamente tenía un mensaje de Isa que decía “Por fin”.
 Entraron en el portal y Raúl le indicó a  Carla donde podía acomodarse. Carla se dejó caer en el sofá de escay de dos plazas que, junto a una maceta con una planta artificial, componían la decoración del patio. Carla puso la mochila en un extremo para que le sirviera de almohada, pero permaneció sentada mientras Raúl llamaba al ascensor.
-Debes haber perdido algo muy valioso para bajar a buscarlo a estas horas. ¿Qué era? ¿El móvil?
-No. -dijo Raúl sonriendo.- Era un juguete de mi hijo. Resulta que no se puede dormir sin su muñeco favorito.
-¡Qué fuerte! Tienes que ser un padre guay para hacer eso. El mío ni de coña lo hubiera hecho.
-No creas.- lamentó Raúl.
En ese momento llegó el ascensor y Raúl se despidió dándole las buenas noches a Carla. Dentro del ascensor se miró en el espejo y se dijo a sí mismo: “un padre guay”.
Carla se había quedado unos instantes pensando en lo que Raúl le había contado del juguete y se sintió estúpida por no haber caído en la cuenta. Abrió su mochila y sacó el pulpo de fieltro con los colores de la selección española que había encontrado en “La casa de Tarzán”. Lo había cogido pensando que sería un regalo ideal para Richi. Una oportunidad para que le dedicara algo de su atención, normalmente dirigida a chicas  mayores que ella. Richi, el único del insti que ya tenía carnet de conducir, el líder indiscutible que había ido a parar a la clase de Carla tras haber repetido un curso en Primaria y dos en Secundaria. Carla buscaba siempre cualquier oportunidad para hablar con él: ofrecerse para compartir el libro en el aula, para dejarle un bolígrafo e incluso para pasarle las respuestas durante un examen.  Sabiendo de su pasión por el fútbol, sabía que este regalo que había encontrado en el parque iba a quedar estupendamente en la bandeja trasera de su coche.
 Pero a Carla le asaltaban las dudas, pensaba en ese pobre hombre que había bajado de madrugada al parque para buscar un juguete de su hijo. Era obvio que buscaba el pulpo. Con el muñeco en las manos, imaginó la alegría de ese niño al ver que su padre había conseguido traerle de vuelta su juguete. Se sinceró consigo misma y llegó a la conclusión que llevaba todo el curso lanzando señales desesperadas a Richi y éste la trataba como una más de la clase. Sin duda, ese pulpo tenía que volver a su propietario.
 Se levantó del sofá y se dirigió a los buzones de los diferentes vecinos. No todos indicaban el nombre de los mismos, pero en el 3ºA había una etiqueta que ponía “Raúl Valle González. Isabel Torres Asensi. Raúl Valle Torres”. Le pareció entrañable que consideraran el nombre del pequeño en el buzón. Definitivamente eran unos padres muy guays.
Carla subió hasta el tercer piso procurando no hacer ruido y dejó el pulpo en el felpudo de la puerta que indicaba “3ºA”. Satisfecha por su buena acción, volvió a bajar al patio y se tumbó en el sofá para intentar dormir un poco.
 A las 7:15 de la mañana siguiente, Raúl ya se había duchado, afeitado y vestido. Apuraba un café con leche en la cocina mientras su pequeña familia todavía disfrutaba de un profundo sueño. Se arrepentía de haber llegado a la situación de la noche anterior; bajar al parque había sido ridículo. Tenía que hablar con Isa y afrontar de otra manera la educación de Raulito. No podían perder el control de esa manera nunca más. Puso la taza vacía en el fregadero, cogió su maletín y comprobó que llevaba consigo el móvil y la cartera. No podía retrasarse más o no llegaría a tiempo a la estación. A pesar de que el despertador había sonado a la misma hora de siempre, el terrible cansancio había hecho que todo resultara más lento esa mañana.
 Abrió la puerta del piso y estuvo a punto de pisar el pulpo que continuaba en el felpudo. No se lo podía creer. Se agachó para coger el muñeco y rápidamente dedujo que tenía que haber sido Carla la que lo había dejado allí. Lo que no sabía era si después de haberla dejado en el portal, había tomado la iniciativa de buscarlo por su cuenta o  es que lo había tenido todo el rato. No recordaba exactamente las palabras pero simplemente le había dicho que buscaba un juguete de su hijo. Daba igual. El maldito pulpo volvía a casa.
 Volvió a entrar en el piso y se dirigió a la habitación del pequeño. Procurando no despertarle, dejó al pulpo sobre la almohada junto a la cabeza de su hijo. El pequeño dormía profundamente, emitiendo un leve sonido al espirar con la boca ligeramente abierta. La imagen de su hijo dormido enterneció a Raúl al mismo tiempo que martilleaba su mala conciencia. Guardó ese momento en su retina y volvió a sepultar sus malos pensamientos bajo capas y capas de buenos recuerdos con su hijo.
 Miró el reloj y se apresuró de nuevo hacia la puerta. Al bajar al patio esperaba encontrar a Carla dormida en el sofá, pero allí no había nadie. Raúl supuso  que la joven ya estaría en casa de su abuela. Al salir del portal miró a ambos lados pero, salvo un par de coches parados ante el semáforo, la calle estaba desierta. Atravesó el parque para atajar y sintió el impulso de echar un vistazo en “La casa de Tarzán” pero no podía perder más tiempo. Quien sí que estaba era el vagabundo, durmiendo bajo unos cartones en uno de los bancos del parque.  El temor a perder el tren hacía que Raúl caminara a ritmo acelerado y entre bostezo y bostezo, empezó a repasar mentalmente la agenda del día.



domingo, 30 de septiembre de 2012

DOLORES



 Dolores García Duarte se vanagloriaba de considerarse una “Señora” y hacía uso del término con un orgullo y una exclusividad que dejaba de lado a buena parte de sus vecinas. Para Dolores, ser una Señora no tenía por qué venir de nacimiento, pero sí después de muchos años de educación y aprendizaje a los que muchas mujeres de su barrio no habían tenido acceso. O al menos, eso pensaba Dolores.
 La corrección al hablar, el saber estar o los modales en la mesa, formaban parte del atuendo de Dolores; tanto como sus ceñidas chaquetas, su mínimo maquillaje y el pétreo cardado, a prueba de vendavales, que erguía su anciana figura dándole un aspecto inusualmente estilizado para sus 77 años.
 Bajo esa impecable escafandra se escondía una mujer que desprendía un leve halo de amargura: unos hijos y nietos que la visitaban con cada vez menos frecuencia y una añoranza diaria a quien fue su marido y compañero, Roberto.
 Si Dolores era una Señora de los pies a la cabeza, Roberto era, por supuesto, todo un caballero. Roberto falleció en alta mar, en el barco de un conocido empresario con quien iba a iniciar unos supuestamente prósperos negocios. Dolores no acudió a la cita por su propensión a marearse y gracias a ello salvó su vida.  Todavía se desconocen los motivos del hundimiento del barco, y entre los cuerpos que nunca se hallaron estaba el de Roberto. El hecho de no haber podido dar a su marido cristiana sepultura era uno de los pesares que arrastraba Dolores. Mientras sus amigas acudían con regularidad al cementerio para honrar a sus muertos, Dolores acudía al puerto, el lugar más cercano posible a los restos de su difunto marido. De pie en el muelle, entre el ajetreo de la actividad diaria del puerto y con el olor a pescado que desprendían las redes amontonadas a su lado, Dolores mantenía largas conversaciones sin respuesta con el mar. Dolores aceptaba su viudedad con resignación, llevarla dignamente era como un requisito más para considerarse una respetable Señora.
 Cada mañana acudía al supermercado, pocos minutos después del horario de apertura.  Evitaba la compra de varios días por dos razones: una por no ir tan cargada de peso y la otra por su obsesión por consumir siempre productos frescos. A pesar de que el edificio donde vivía desde hace más de cincuenta años contaba con un ascensor desde hacía una década, Dolores prefería subir a pie con su reducida bolsa de la compra hasta su casa en el segundo piso. De este modo, cubría los minutos de ejercicio físico que recomendaba su médico.
 La insistencia de sus hijos en contratar a alguien que le ayudara a mantener la casa era interpretada por Dolores como una forma de limpiar su mala conciencia por la ausencia de visitas. Además, Dolores era muy desconfiada y recelosa de sus pertenencias, sin contar con la casi milimétrica posición que ocupaban los diferentes objetos de su casa. Un orden que seguramente sería fácilmente vulnerado por las manazas de cualquier contratada. También desconfiaba de los avances tecnológicos, sobre todo en los asuntos del dinero. Por eso Dolores era enemiga de tarjetas y sacaba su asignación mensual en caja, a pesar de las insistentes recomendaciones de los empleados de su banco.
 De lo que no era consciente Dolores era de su ligera pérdida de agudeza visual. Así pues, si bien ella pensaba que mantenía su hogar limpio y reluciente, una fina pero ya establecida capa de polvo cubría algunos rincones y objetos que se libraban de la cansada vista de Dolores. A la pérdida de visión le acompañaban unos inofensivos despistes que empezaban a ser una costumbre.
 Una mañana del mes de marzo, el despiste en cuestión fue olvidarse el monedero sobre la cómoda del salón cuando bajó a hacer su compra diaria.
 Dolores caminaba hacia el supermercado ajena a su olvido, con la cabeza alta y una expresión  seria en su rostro. Sólo cuando se cruzaba con alguna persona conocida, ladeaba mínimamente la cabeza y arqueaba sus labios ofreciendo una leve sonrisa que susurraba un escueto “Buenos días”. En el supermercado, antes de incluir los productos en su cesta, los examinaba minuciosamente y los observaba dándoles varias vueltas entre sus manos. Todo un ritual diario que provocaba la mofa del personal de la tienda sin que ella fuera consciente.
 Esa mañana, una vez terminada la selección, Dolores esperaba en la cola de la caja del supermercado. Un hombre, a quien Dolores había dejado pasar amablemente, pagaba simplemente una lata de cerveza. El hombre, de aspecto ajado y olor penetrante, rebuscaba entre sus dedos la moneda más adecuada para pagar. Dolores disimulaba su incomodidad por el hedor que le llegaba, fingiendo que se sonaba con su pañuelo de tela con las iniciales de Roberto bordadas. Finalmente, la valiente cajera rescató de la ennegrecida mano del hombre una moneda de un euro, terminando así con su compra.
  La cajera pasó por el detector los productos que había adquirido Dolores: un paquete de servilletas de papel, tres manzanas compradas al peso, un filete de lenguado, un manojo de zanahorias y un pack de cuatro yogures desnatados.
 El precio total era de 6 euros con 56 céntimos. Dolores extrajo de su bolso su cartera y sacó de la misma un billete de 5 euros, seguidamente y tras guardar la cartera se dispuso a buscar su monedero. Por más que revolvía en su interior, el monedero no aparecía por ningún lado; olvido que la autoexigencia de Dolores no podía permitirse. Probablemente todo se zanjó en un par de minutos pero para Dolores fue un auténtico calvario. Avergonzada y sudorosa, como si hubiera cometido el más terrible de los pecados, Dolores confesó la posibilidad de su olvido a la cajera y la imposibilidad de pagar el euro con 56 céntimos restantes. Inexpresiva ante el sofoco de Dolores, la cajera le preguntó cuál de sus productos quería desechar. Dolores estaba confusa, incapaz de decidir ante la novedad de la situación y sin atreverse a mirar al resto de gente que hacía cola detrás de ella.
 De repente, una voz conocida acudió en su ayuda; una voz que se abrió paso entre el pánico y la angustia que envolvían a una paralizada Dolores. La voz en cuestión era de Mari, la vecina del primer piso, quien se ofrecía a prestarle las monedas que le hicieran falta, adornando su ofrecimiento con frases como “Para eso estamos las vecinas” u “Hoy por ti mañana por mí”.
 Todos los presentes fueron testigos de cómo Mari prestó el dinero a una Dolores rendida y apabullada de tal manera que apenas pudo pronunciar un inaudible “gracias”. Mari, la misma Mari cuya escandalosa risa se oía por toda la escalera, la misma Mari cuyo marido había sido expulsado del bar de la esquina en más de una ocasión, la misma Mari que por no tener categoría de “Señora” se quedó en Mari y no en María.
 Aturdida pero a un paso más acelerado de lo normal, Dolores salió del establecimiento bolsa en mano con el urgente y firme propósito de llegar a casa, dejar la compra, coger el monedero y bajar a la puerta de su vecina a devolverle el euro con 56 céntimos. Se consolaba pensando que cuánto más pronto concluyera todo, más reducida sería la mancha que había quedado en su intachable expediente de corrección y en su labrado estatus de “Señora”.
 Subió las escaleras a una inusitada velocidad pensando cuántas personas se habrían enterado por boca de Mari del suceso del supermercado en los minutos transcurridos. Dolores llegó jadeante a su puerta y tras sacar las llaves de su bolso, necesitó detenerse unos segundos para recuperar el aliento.
 Una vez en casa, dejó la compra sobre la cómoda, donde aguardaba impasible el maldito monedero. De repente, un leve carraspeo impidió que Dolores cogiera el monedero y levantó la cabeza hacia la ventana, de donde provenía el sonido.
 Allí estaba ella, con su imponente presencia, su raída túnica negra, su guadaña en la huesuda mano y una capucha que apenas permitía vislumbrar su rostro. Ver a La muerte de frente no le provocó un susto, ni un escalofrío, ni siquiera daba miedo. Por el contrario, Dolores sintió indignación, cabreo… esto no podía pasarle a ella en un día como hoy.
Con una ambigua y quebrada voz, La muerte preguntó:
-¿Dolores García Duarte?
-Sí, soy yo. Respondió firmemente.
-Me temo que ha llegado el momento de partir.
Dolores quedó callada y cabizbaja unos segundos. Respiró hondo y dijo:
- Imagino que no será costumbre hacer excepciones, pero me gustaría que me concediera unos minutos más, sólo unos diez minutos más, a lo sumo quince. Si tiene usted la bondad…
Una carcajada interrumpió la súplica de Dolores. La muerte, sorprendida por la inusual ocurrencia, permitió a Dolores que se explicara un poco más y entonces ella le relató lo acontecido en el supermercado.
- Por favor. Concluía Dolores. Jamás me perdonaré subir al cielo dejando una deuda por cumplir.
A La muerte siempre le llamaba la atención la seguridad con la que todos sus clientes, por llamarlos de alguna manera, afirmaban que subirían al cielo. Cansada de tanta explicación comentó a Dolores, que el hecho le parecía insignificante y por tanto, insuficiente. Mientras dijo esto, tendió ante Dolores su mano izquierda invitándola a que le acompañara.
 Dolores oyó como en el piso de Mari ya había actividad, su habitual cantinela  lo dejaba patente, así que se armó de valor y elevando el tono de voz de una manera admirable, teniendo en cuenta ante quien se estaba midiendo, dijo:
-Escúcheme bien, durante toda mi existencia he cumplido de manera estricta con todos mis compromisos y responsabilidades. Esta virtud me ha definido y acompañado durante muchísimos años. No voy a tolerar marcharme de aquí dando la oportunidad de que alguien piense que me fui  dejando algo por hacer. Así que le exijo que me conceda diez minutos más de vida.
 La muerte quedó enmudecida, nunca había presenciado una osadía igual. Dolores, orgullosa de su firme declaración de intenciones, interpretó el silencio de La muerte como una concesión a su demanda. Sin esperar respuesta alguna, se dio la vuelta y cogió el monedero de la mesa. Antes de salir de casa se aseguró que contenía la cantidad de sobra para pagar a Mari y se dispuso a bajar al primer piso. Durante unos segundos sopesó la idea de utilizar el ascensor ya que ahora no iba a poder disponer de él nunca más, pero prefirió mantener con orgullo sus costumbres hasta el último momento. Con una mano agarrada a la barandilla, bajó tranquilamente los escalones. Cualquier otra persona a quien le hubieran concedido una mínima tregua antes de una muerte segura, aprovecharía para otros menesteres como despedirse de alguien o realizar inútiles exámenes de conciencia. Pero Dolores estaba literalmente entregada al cumplimiento de su deuda y sorprendentemente, no estaba nerviosa en los que eran sus últimos minutos de vida. Llevaba años mentalmente preparada para este momento y, salvo lo ocurrido ese día, tenía la conciencia más que tranquila.
 Al llegar a la puerta de Mari, observó que estaba simplemente entornada. Mari solía dejarla así durante el día porque constantemente pasaba al piso de enfrente, donde vivía su hermana, Juani. Dolores llamó al timbre pese a que la puerta no estaba cerrada. Al ver que nadie salía a recibirla y como el tiempo apremiaba, se saltó una más de sus costumbres y entró en casa ajena sin ser previamente invitada. Avanzó por el recargado recibidor plagado de marcos de fotos y aprovechó para ir sacando el dinero del monedero. Entró en un pasillo desde el que se accedía por un lado a la cocina y por otro al comedor, como en su piso. Empujó suavemente la puerta de la cocina llamando a Mari una y otra vez. Lógicamente Mari debía estar allí guardando su compra… Y allí estaba.
 El cuerpo de Mari yacía bocabajo sobre el suelo de la cocina. Las monedas se desprendieron de la mano de Dolores y rodaron en el suelo hasta chocar con el cuerpo de la fallecida, como ovejas que vuelven a su redil. Una moneda descarriada se mantenía girando sobre sí misma a unos centímetros del cuerpo de Mari, hasta que el pisotón de La muerte la dejó fija en el suelo. Dolores contemplaba la escena con estupor. Con voz temblorosa dijo:
-¿Cómo has podido hacerme esto?
La rabia de Dolores dio paso a unas abundantes lágrimas que cruzaban su rostro de indignación.
 Haciendo memoria, la muerte no se había topado jamás con una clienta tan atrevida y poco respetuosa. En ese momento, cansada e irritada por el comportamiento de la anciana, pronunció unas palabras que a Dolores le resultaron muy familiares:
-Escúcheme bien, durante toda mi existencia he cumplido de manera estricta con todos mis compromisos y responsabilidades. Esta virtud me ha definido y acompañado durante muchísimos años. No voy a tolerar marcharme de aquí  dando la  oportunidad de que alguien piense que me fui dejando algo por hacer.
 La muerte, que ya llevaba retraso en su plan de esa mañana, se esfumó llevándose consigo el alma de la pobre Mari. Su imagen se fue haciendo cada vez más imperceptible hasta que finalmente desapareció por completo.
 Dolores se arrodilló junto al cuerpo inerte de su vecina, completamente atónita  por lo que le había sucedido. Una a una, recogió en silencio las monedas y las volvió a guardar en el monedero. Apoyándose con dificultad en una silla se puso en pie y salió de aquella cocina arrastrando los pies. Podría haber aprovechado para avisar a la hermana de Mari, pero se encontraba tan mareada que decidió subir a su casa y encontrar la manera de asimilar la situación.
 Durante los seis años siguientes hasta su muerte, Dolores vivió atormentada con la idea de estar disfrutando de unos años de vida robados a Mari. Desde ese fatídico día, la culpabilidad se había apoderado de su cuerpo como un nuevo y perenne atuendo, un pesado lastre que acabó minando su salud hasta que ya no podía ocuparse de sí misma.
 Sus hijos acordaron llevarla a una residencia, donde murió tranquilamente una noche mientras dormía en su habitación. Los últimos años apenas había salido de ese pequeño y sencillo dormitorio. Confinada entre esas cuatro paredes donde a saber cuántas personas habían vivido antes, hecho que la nueva Dolores ya no tenía en consideración. El día de su muerte, cuando procedieron a levantar el cuerpo de la cama, observaron que su puño derecho agarraba con fuerza un monedero. Algo inusual, ya que en la residencia los internos no necesitaban dinero. Cuando uno de los auxiliares pudo extraer de sus rígidos dedos el monedero, lo abrió por curiosidad y vio que había 1 euro con 56 céntimos acompañados de una nota que decía: Para Mari

miércoles, 22 de agosto de 2012

¿A QUÉ TE DEDICAS?... A BEBER.


A finales de los ochenta, el escritor norteamericano Charles Bukowski recibe el encargo de escribir un guión cinematográfico por parte de un entusiasta director de cine francés. Con ciertas reticencias, acepta el encargo y de ahí surgió la película "Barfly (El borracho)" de Barbet Schroeder con Mickey Rourke y Faye Dunaway. El guión, como la mayoría de novelas de Bukowski, estaba basado en experiencias propias del autor protagonizadas por su alter ego Henry Chinasky: un poeta que malvive entre un sucio apartamento y la barra de un bar y que, entre trago y trago, escribe sus inquietudes y versos.
Bukowski estuvo presente en el proceso de financiación de la película y posterior rodaje, lo que le permitió entrar en contacto con el mundo hollywoodiense. Los entresijos de la meca del cine, sus personajes extravagantes, caprichosos, desequilibrados y en definitiva, todo lo que hay detrás de una película que nunca llega al espectador, motivó a Bukowski a escribir esta novela.

Charles Bukowski (1920-1994)

En "Hollywood" el autor comienza desde el ofrecimiento de escribir el guión de "Barfly" hasta tiempo después de su estreno. Como lector no  llegas a saber del todo qué pasajes son reales y cuáles ficticios, pero para curarse en salud, los nombres de los protagonistas reales están cambiados: Jon Pinchot en Barbet Schroeder, Jack Bledsoe es Mickey Rourke o Francine es Faye Dunaway. Resulta divertido encontrar personajes en la novela que, pese al nombre cambiado, son fácilmente identificables como David Lynch, Isabella Rosellini, Coppola, Godard...
 "Hollywood" es un libro divertido, de lectura ágil y cómoda, con momentos que verdaderamente me hicieron reír. Su ritmo esta marcado por las innumerables copas y botellas descorchadas que su autor/protagonista consume sin parar. La imagen del Hollywood entre bambalinas que presenta es, como era de esperar, materialista y superficial. Un mundo donde los verdaderos artistas han de hacer esfuerzos descomunales para que su obra no se vea absorbida por las normas de la industria. 

Bukowski en el set de rodaje con Faye Dunaway y Mickey Rourke.

Una vez leída, te entran muchas ganas de ver "Barfly (el borracho)" de 1987 , una de las opciones más fáciles es verla online en Youtube: 

Es curioso encontrarte con aquellas escenas cuyo rodaje  está contado en el libro con detalles que explican más su resultado final, e incluso aquellos momentos que no estaban en el guión inicial y que fueron peticiones de los actores al autor. Bukowski, con gran generosidad, reescribió un par de escenas para que los protagonistas se lucieran.
 La película, pese a que en su día recibió críticas desiguales, me ha parecido magnífica. Opino que retrata muy bien el ambiente creado por el autor y consigue extraer la belleza y poesía de un entorno mugriento y desagradable. Sus intérpretes dan en el clavo con los personajes y aunque Rourke recibió críticas negativas por su sobreactuada  interpretación de Chinaski, Bukowski quedó satisfecho con su trabajo. De todas formas, probablemente lo mejor de la película siga siendo el guión de Bukowski, perfectamente armado y con estupendos diálogos.
 Quizás se disfrute más si previamente se lee "Hollywood" como ha sido en mi caso, así que os recomiendo su entretenida lectura antes de ver la película. 

domingo, 12 de agosto de 2012

SEXISMO VERBENERO

El machismo en las letras de las canciones no es cosa del pasado. Desgraciadamente no se ha quedado en antiguas canciones de Manolo Escobar como "No te cortarás el pelo", "No tengas celos" o ese gran clásico que es "La minifalda" con frases que son auténticas perlas del machismo musical ( "A mi novia le he prohibido que vaya sola a la plaza", "No me gusta que a los toros te pongas la minifalda"). En la actualidad, a pesar de los avances conseguidos, estilos musicales como el rap o el reggaeton contienen algunas de las letras más denigrantes para el sexo femenino. 
 Este verano, en alguna noche alargada algo más de la cuenta, he tenido la oportunidad, más que el honor, de presenciar un par de discotecas móviles que los ayuntamientos tienen la bondad de ofrecer a sus jóvenes en  plazas, frontones y polideportivos. Además de constatar como el reggaeton que personalmente detesto, monopolizaba la selección de temas musicales del DJ, resulta curioso como sus letras iban del empalago más cursi a la obsesión por el meneo y movimiento de trasero de las mujeres.

La cadena de supermercados Sainsbury's anunciaba este disco recopilatorio ideal  para las tareas del hogar. Hasta ahí bien, el problema es que lo recomendaba como regalo del día de la madre.

 Esta tortura musical me recordó una anécdota ocurrida hace unos veranos. Estábamos disfrutando de una orquesta en directo en las fiestas del pueblo de una compañera. Siempre he defendido a estos músicos de carretera, auténticos currantes que igual te cantan a la perfección el éxito de turno como montan un foco en el escenario. El caso es que la orquesta  se estaba dando un merecido descanso en el intermedio de su espectáculo y una discomóvil improvisada amenizaba la espera. En ese momento empezó a sonar un merengue con el impactante título de "Te compro tu novia". Todos nos miramos incrédulos al escuchar las bestialidades que impregnaban las estrofas de la canción: 

 Te compro tu novia 
                                                                   pues tú me has dicho como es ella 
                                                                   y me gustó la información. 

                                                                   Te la compro 
                                                                   pues nunca he tenido suerte 
                                                                   con las que he tenido yo. 

                                                                   Te compro tu novia 
                                                                   no voy a regatear el precio 
                                                                   ni de pronto el valor. 

                                                                   Te la compro 
                                                                   no creo que saldría cara 
                                                                   ni aunque cueste un millón. 


Parecía que éramos los únicos en darnos cuenta de la letra, pues el resto de la gente que ocupaba la plaza (familias, adolescentes, niños...) bailaban tranquilamente. La canción continuaba y su letra aún  resultaba más escandalosa, lo que enfurecía especialmente a dos amigas del grupo.

                                                                   Pues tu me has dicho que 
                                                                   es linda y apasionada 
                                                                   y es buena y adinerada 
                                                                   no cela nunca por nada 
                                                                   y sabe hacerlo todo en la casa. 

                                                                   No sale ni a la esquina 
                                                                   no habla con la vecina 
                                                                   no gasta y economiza 
                                                                   y todo lo resuelve tranquila. 

                                                                  Véndela, véndela 
                                                                  o dile a su madre que me fabrique otra igualita. 
                                                                  Véndela, véndela 
                                                                  si quiere una mia por ella te las cambio toditas. 

La letra hablaba por sí sola y mis indignadas amigas decidieron ir al DJ a protestar por esa elección y a exigir que no la pusiera más por ser altamente ofensiva. El DJ, sorprendido por la inusual reivindicación, alegó la aceptación popular del tema en su defensa... Probablemente fue lo primero que se le ocurrió, porque dudo mucho que esta canción de un tal Ramón Orlando sea tan popular en España. Sé que a algunos os parecerá exagerada la actuación de mis amigas, pero pensad que si no fuera por estos pequeños gestos estaríamos favoreciendo de algún modo que se asuman como normales las virtudes de buena esclava que reza la canción. Además, lo deseable hubiera sido que , en vez de reírnos por las burradas de la canción, alguno de los chicos hubiéramos colaborado en la protesta. El sexismo, venga de un lado o del otro, ha de ofendernos a todos por igual.



lunes, 16 de julio de 2012

TENER O NO TENER... UN GATO


La idea de tener un gato le rondaba la cabeza desde hace unos meses. Los consideraba unos animales bonitos y que podían proporcionarle la compañía perfecta en su piso. Le apetecía sentir una presencia amable en su entorno e incluso tener la responsabilidad de atender al animal en todos los cuidados necesarios. Además, sabía que los gatos no implicaban tanta dependencia como los perros, pero algo la frenaba a la hora de tomar la decisión. 
 Ella era una mujer independiente, moderna y al tanto de las últimas tendencias en diseño, arte y cultura. Mezclaba con naturalidad la proyección de una imagen sofisticada de sí misma con un carácter abierto, divertido y dulce con el que se integraba perfectamente en todo tipo de entornos. Del mismo modo, congeniaba con un amplio abanico de amistades, así que, cuando el trabajo se lo permitía, disfrutaba de una buena diversidad de actividades de ocio. La idea de adquirir un gato simplemente iba a hacer más agradable sus horas consigo misma en casa.
 Aunque tenía personalidad sobrada para no hacer caso de tonterías y tópicos, había un cliché relacionado con las mujeres solteras y los gatos que le resultaba incómodo. Su estado sentimental no era para nada definitivo y era absurdo que la presencia de un pobre gato supusiera un síntoma de soltería permanente o de condena a una futura relación estable. Cuando se ponía a pensar en ello le asaltaban imágenes como ésta:


No quería acabar siendo una vieja solitaria rodeada de gatos, o lo que es peor, no quería que un gato fuera el inicio de una irremediable degradación mental: "la loca de los gatos" se decía a sí misma riendo. Sabía que exageraba pero no acababa de decidirse, especialmente cuando veía noticias como la de esta mujer rusa: 


Pero un día cayó en la cuenta de otro tópico gatuno diametralmente opuesto a los anteriores... Audrey Hepburn en "Desayuno con diamantes". Aunque ella no necesitara proyectar ningún tipo de imagen más que la de ser ella misma, ese icono de la sofisticación y elegancia que desprendía la mítica película romántica, le hacía mirar con otros ojos la idea de tener un mimoso felino.



Era cierto que durante la película, el personaje de Audrey pasaba por dramáticos altibajos, pero su gato siempre estaba para darle una dosis de afecto. Además, es gracias a su gato que su historia de amor culmina de la mejor forma posible. Al recordar esta escena, este cliché eclipsó a todos los demás y ya no tuvo ninguna reserva en comprarse un gato. Eso sí, esta decisión sólo podía ser revocada en el caso de que aquel afortunado que tuviera el honor de ser el hombre de sus sueños, fuera alérgico a los gatos.


Para aquella que se va a sentir aludida con sólo leer el título

martes, 10 de julio de 2012

EL ÁNGEL DE LA PLAYA


De entre las múltiples preguntas que suelen hacer los alumnos, la que probablemente me da más rabia es: "¿Y esto que explicas para qué me sirve?"  Reconozco que hay ocasiones en las que es algo complicado dar una buena respuesta, pero lo peor es que esta queja te indica que lo que les estás contando no tiene mucho interés para ellos.
Hace unos días llegó a mis manos el relato real de Tilly Smith, un ejemplo de cómo atender las explicaciones del  profesor puede salvarte la vida. El próximo curso, contaré esta historia sin dudarlo al primero que me haga la dichosa preguntita :

En diciembre de 2004 la británica Tilly Smith de diez años de edad, estaba en Phuket (Tailandia) pasando las vacaciones de Navidad junto a su familia. La mañana del 26 de diciembre, Tilly estaba dando un paseo por la playa junto a su madre y observó una serie de extraños fenómenos en el agua: había como un burbujeo incesante en la superficie y un brusco retroceso del agua en la orilla. Del mismo modo, observó como unas embarcaciones en el horizonte se movían como afectadas por un violento oleaje. Tilly no tardó en relacionar todos estos indicios con lo que su profesor de Geografía, Andrew Kearney, les había explicado en clase dos semanas antes. Sin duda, ese anómalo burbujeo y esos movimientos eran los indicios de un tsunami.
  Tilly alertó a su madre, quien en principio no tomó muy en serio las advertencias de su hija. La niña se exaltó de tal manera que su madre accedió a volver al hotel. Segura de sí misma, Tilly convenció al personal de seguridad del hotel para que organizaran el desalojo de la playa. En unos minutos, casi un centenar de clientes subían por las escaleras del edificio mientras la gran ola arrasaba la costa. El nivel del agua llegó hasta la segunda planta del hotel.
Aunque el devastador tsunami de Tailandia tuvo más de 200.000 víctimas mortales, la proeza de Tilly contribuyó a salvar la vida de un centenar de personas entre turistas y personal del hotel. De regreso al Reino Unido, Tilly fue recibida como una heroína y la prensa sensacionalista la etiquetó con el nombre de "El ángel de la playa". Durante algunos meses, Tilly desarrolló una fobia al mar debido al impacto sufrido. Hoy en día, ha superado su pánico al agua y de hecho, regresó a Tailandia en el aniversario del desastre para ser condecorada por su acto de valor.

Ya puede estar bien orgulloso el Sr. Kearney, y no sólo porque sus alumnos le escuchan con atención sino porque son capaces de aplicar en la vida real lo aprendido en clase... el culmen de todo proceso de aprendizaje.


 A todos mis compañeros docentes, para que no decaiga vuestro ánimo ante nuestro particular tsunami en forma de colosal e implacable tijera

sábado, 30 de junio de 2012

LO QUE NO ES TRADICIÓN ES PLAGIO


Una de las virtudes de mi trabajo es que cada curso conoces nuevos compañeros, especialmente si vas cambiando de centro educativo. He trabajado en diez institutos de secundaria y por tanto, he compartido trabajo con una amplísima variedad de profesores. Este año he tenido la suerte, por qué no decirlo, de coincidir con Urbà Lozano: profesor de llengua valenciana y escritor. 
 Es cierto que me enteré de esta actividad paralela gracias a que sus compañeros de departamento colgaron una noticia en la sala de profesores en la que se hablaba de un premio recibido por su última novela. Urbà Lozano ha publicado "La màquina ronca" Premi Vila de Puçol 2005, la recopilación de cuentos "Femení singular" Premi Vila de Teulada 2006, "Plagis" Premi de narrativa Ciutat de València 2007,  y la recientemente publicada "La trampa del desitg" Premi de novel.la Ciutat d'Alzira.
 Aunque no era precisamente uno de los compañeros con los que más coincidía, me apeteció leerme alguna de sus obras y empecé por "Plagis". En esta novela, su principal protagonista recibe un premio literario sin que él haya presentado obra alguna a ningún certamen. Este es el punto de arranque de un conjunto de historias encadenadas donde el lector salta de un personaje a otro sin que en ningún momento se pierda el hilo conductor que une a todos ellos. Así, el misterio, el crimen, el amor, la juventud, la enseñanza o las relaciones familiares, se dan cita en esta novela que mantiene el interés hasta cerrar, de forma magnífica, el círculo de historias y personajes en el mismo punto de partida. A pesar de la diversidad de sus tramas, la novela mantiene un tono divertido, un sentido del humor que la hacen aún más entretenida. Me ha resultado especialmente curioso la descripción de los diferentes barrios de la noche valenciana, así como el  ingenioso uso del léxico o la repetición de ciertas expresiones. 
 Haciendo honor a su título y como explica el mismo autor al final del libro, la novela está salpicada de expresiones tomadas de otros autores. Estos préstamos u homenajes reafirman la máxima de "lo que no es tradición, es plagio" como dando a entender que la originalidad es algo utópico. Desde luego, no siempre "lo que nadie había hecho antes" tiene por qué ser interesante y la buscada originalidad, en mi opinión, no es más que un aliciente más en toda obra artística. Por eso y aunque pueda resultar contradictorio,  me atrevo a afirmar que "Plagis" no sólo es entretenida, divertida y narrativamente interesante, también es "original"... En el mejor sentido del término.

Y como me gustó tanto, superando cierta timidez, le pedí al autor que me firmara mi ejemplar de "Plagis"

"A Lluís, amb afecte i estima, i pagat pel fet que "Plagis" li haja sigut una lectura plaent"

Última novela de Urbà Lozano, ya a la venta.


martes, 15 de mayo de 2012

LA CHICA QUE LLORABA EN CLASE


En los últimos 11 años que llevo impartiendo clases en academias, institutos y algún domicilio particular, habré atendido a cerca de un millar de alumnos. La cifra abruma y lógicamente no puedo recordarlos a todos, mucho menos sus nombres. Hay algunos alumnos que, para bien o para mal, han dejado una huella firme en mi memoria, y por eso no he podido olvidar sus nombres. Pero a pesar de esto, de vez en cuando tengo que revisar los cuadernos que guardo al finalizar cada curso y refrescar la memoria.
 Esto me ocurrió hace poco cuando vi a una antigua alumna en un centro comercial. Aunque su nombre no me vino a la mente , rápidamente la reconocí como "La chica que lloraba en clase".
Era una alumna que cursaba 1º de la E.S.O. en un centro donde trabajé hace ahora 3 cursos. Era extremadamente tímida e inaccesible. Solía sentarse sola y era aplicada en el trabajo, pero parecía que no prestaba la suficiente atención. Durante el transcurso de algunas clases, se ponía a llorar desconsoladamente sin ningún motivo aparente. Nadie se había metido con ella ni la había provocado de ninguna manera. Sus compañeros la miraban extrañados y tratabas de calmarla, pero resultaba difícil alejarla de su tristeza.
Enseguida nos informamos de sus detalles familiares y no había nada realmente grave o preocupante: vivía con su madre y sus abuelos en un ambiente estable. Fuera del instituto se relacionaba únicamente con sus familiares, protegida, quizás excesivamente, en un entorno de adultos. A sus doce años, no tenía ningún amigo de su edad. Además, no había nadie en su curso que proviniera del mismo colegio que ella. 
 Animamos a sus compañeros de clase para que la integraran en el grupo, pero ella se mostraba reacia. Era desolador verla en el recreo apoyada en una pared con su bocadillo observando a la ruidosa multitud invadir el patio entre gritos, risas y balones cruzándose de un lado a otro. Daba pena ver cómo no estaba disfrutando de unos años que deben estar llenos de diversión, pequeña rebeldías, nuevas experiencias y aprendizajes que curso a curso van construyendo la personalidad propia. Imagino que no supo asumir el cambio que se vive al pasar de un colegio al instituto. Ese ambiente bullicioso; los pasillos repletos de gente yendo de un aula a otra; la amplia gama de caracteres, grupos y estilos que pueden concentrarse entre las paredes de un aula... Todo ello la aturdió, le vino tan grande que no supo reaccionar. Se vio por primera vez en su vida en la tesitura de tener que hacer amigos, relacionarse y no sabía cómo.
Meses después dejó de llorar en clase. No era un ejemplo de sociabilidad  pero había hecho tímidos avances: sonreía medio a escondidas ante las ocurrencias de algún compañero y participaba en clase si se lo pedías. Acabó el curso y me quedé tranquilo al pensar que en unos meses más su grado de integración sería el adecuado. Nunca volví a ese centro.

* * * * *
Hace unos días estaba echando un vistazo en la sección de música de un gran almacén. Vi a un grupo de 3 chicas que se paseaban por esa zona. Ella era una de ellas. Ahora tendría unos 16 años, se había puesto guapa para salir con sus amigas, incluso se apreciaba sutilmente un poco de maquillaje en su cara. Reía con sus acompañantes irradiando esa autosuficiencia adolescente tan característica, esa actitud tan ingenua y a la vez entrañable de creerse capaz de comerse el mundo. Se la veía feliz, libre y desinhibida. Me quedé contemplándola unos segundos y me alegré de comprobar que sus problemas habían terminado. El que en muchos casos es el difícil tránsito de la adolescencia, estaba pasando por ella de forma natural y sin complicaciones. Me dio rabia en ese momento no recordar el nombre de la chica que lloraba en clase. Cuando llegué a casa, fui corriendo a revisar mis cuadernos de profesor en busca de su nombre.

                                              

domingo, 22 de abril de 2012

CAÑAS Y BRAVAS


El camarero puso sobre la mesa una jarra de cerveza y una ración de patatas bravas. Olga empezó llenando las copas de Julio y Judith y dejó la suya para el final. Julio relataba cronológicamente las anécdotas de la noche anterior mientras Judith leía con atención el periódico. El monólogo de Julio se transformó en un debate con Olga en el que trataban de consensuar cuál era la cantidad exacta de gin-tonics que Julio tendría que haberse tomado para evitar tener esa desagradable resaca. Su aspecto, cadavérico y lamentable, contrastaba con la belleza de la soleada mañana de domingo junto a la playa.
 Olga empezó a atacar el plato de patatas ante la cara de repugnancia de Julio, que sentía náuseas sólo con el olor que desprendían. Judith, cansada de la estúpida conversación de sus amigos, reprendió a Julio sin levantar en ningún momento la vista de las páginas del diario. En pocas palabras le dijo que ya tenía una edad para esos excesos y para saber cuándo una copa empezaba a estar de más.
 En ese momento, Víctor y Rosa se acercaban por el paseo marítimo en dirección a la mesa de sus amigos. Víctor llevaba en brazos a Samuel, que empezó a señalarles y a saludar sonriente. Tras el intercambio de besos, apretones de manos y el pequeño Samuel pasando de brazo en brazo, Víctor y Rosa se sentaron en las dos sillas que les aguardaban. Rosa sacó de su bolso un dinosaurio verde de peluche y un coche de plástico con ojos en vez de faros y los puso sobre la mesa entre las copas y el aperitivo. Samuel, sentado en el regazo de su padre, cogió el dinosaurio y simuló que éste caminaba entre las copas por toda la mesa mientras fingía un monstruoso alarido. Víctor llamó al camarero y pidió dos copas más, una tapa de calamares y otra de ensaladilla, mientras miraba a sus amigos buscando la aprobación de su demanda.
 Tras ser preguntada por Olga, Rosa empezó a contar que en su empresa estaban con un E.R.E. y que, aunque no era una situación deseable, al menos podía recoger al niño a tiempo de la escuela y prescindir de la ayuda de sus padres. A Olga le maravillaba la capacidad que tenía su amiga para sacar  el lado más optimista de cualquier mala noticia. Víctor dejó por un momento de hacer muecas para provocar la risa de su hijo y cambió radicalmente el tema de conversación. Unos familiares suyos les iban a prestar una casa en Altea durante la primera quincena de Agosto y proponía a sus amigos que se apuntaran al plan, ya que había sitio de sobra para todos. Julio, que ya se había lanzado a probar bocado, se mostró de acuerdo con la invitación. Este año con tantos recortes salariales veía muy difícil poder pagarse un viaje en verano como solía hacer siempre.
 Judith salió por fin de su abstracción cerrando y plegando el periódico. Lo dejó caer con contundencia sobre la mesa y con cierto enfado dijo que ya era lo suficientemente consciente de que España se estaba resquebrajando como para seguir leyendo noticias pesimistas. Dicho esto, se bebió su copa casi de un trago ante la atónita mirada de Samuel. Cuando dejó la copa vacía sobre la mesa, se limpió los labios con una servilleta de papel y guiñó el ojo al pequeño. A Víctor le hacía gracia ese carácter tan duro de Judith y esas frases que lanzaba como sentencias de muerte. Quizás le gustaba este aspecto porque sabía que  debajo de esa coraza,  Judith escondía una fragilidad y ternura sólo apreciable por quienes la conocían de verdad.
 Julio empezó a contar a Rosa cómo anoche había perdido las llaves de su piso y tuvo que ir hasta donde vivían sus padres para recoger la copia que ellos tenían. Rosa comenzó a reír mientras con un gesto disuadía a su hijo de coger un trozo de patata. Sabía que eran demasiado picantes para él. Rosa reía siempre en un tono escandalosamente alto y Víctor miraba avergonzado a las mesas de alrededor por si las carcajadas de su mujer podían molestar a alguien.
 El camarero trajo por fin las tapas que faltaban y se dispuso a tomar nota de la comida. Víctor, emulando a un entrenador deportivo, pidió la atención de todos para decidir si pedían menú o encargaban un arroz.
 Olga disfrutaba con los roles que se establecían en ese pequeño grupo: Julio los divertía; Rosa siempre tenía palabras de ánimo, al contrario de los continuos dardos que lanzaba Judith y Víctor era como el padre que velaba por la protección de todos. Pensando en esto, se preguntó qué papel desempeñaba ella en el grupo, si ella aportaba alguna faceta que se complementara con el resto. Quizás la respuesta la tendrían que dar los demás... De repente se sintió ausente, a una cierta distancia de ellos y comenzó a observarles en silencio. Mientras sus amigos hablaban, reían y se miraban con complicidad, se sintió feliz de formar parte de ellos. Deseó que esa sensación perdurara en el tiempo más allá de ese simple aperitivo de domingo. No iba a tolerar que nada estropeara ese momento, así que decidió cambiar ligeramente su propósito y esperaría al final del día para comunicarles el irremediable diagnóstico del médico.