jueves, 4 de agosto de 2011

FAUNA PLAYERA


 Hace unos días me fui a pasar la tarde a la playa con intención de bañarme, tumbarme al sol y leer un rato. Encontré un buen hueco para mi relajado plan  cerca de la orilla al lado de una familia con un niño de unos tres años. Todo discurría tranquilamente hasta que el padre de mis vecinos de toalla se dispuso a dar un baño. En ese momento, el hijo dejó de jugar con la arena y se puso a llorar al ver que su padre se metía en el agua. El niño lloraba con más intensidad gritando a su padre que volviera y su madre, desde la hamaca, le intentaba calmar diciendo que a su padre no le iba a pasar nada en el mar.
 El llanto del niño era del todo desesperado y todos los que estábamos alrededor dejamos lo que estábamos haciendo curiosos por la reacción del niño. La madre advirtió nuestro interés y nos explicó que hacía unos días el niño se había ido de pesca con su padre. Por lo visto el padre había tropezado y caído al río de forma aparatosa quedando  el niño solo durante unos segundos viendo como a su padre se lo había tragado el agua. Desde entonces el niño había cogido un miedo terrible al agua y al ver a su padre meterse en el mar pensaba que ya no iba a volver más.
 El niño seguía llorando y gritando, extendía sus brazos hacia el mar donde su padre, ajeno al drama formado, se hacía cada vez más pequeñito entre las olas. En ese momento me puse en la piel del niño, que probablemente pensaba que a su padre se lo iba a llevar el mar para siempre, y me dieron ganas de ir a consolarle, ya que la madre desde su hamaca y comiendo ganchitos no estaba consiguiendo mucho.
 Finalmente el largo baño del padre terminó, pero el llanto del pequeño no cesó hasta que su padre llegó a la orilla. La madre le explicó lo que había ocurrido con su hijo y esperé que el padre le calmara haciéndole ver que no le había pasado nada o incluso acompañándole al agua para que comprobara que en todo momento hacía pie... pero no, nada de eso. El padre, al ver a su hijo secándose las lágrimas y corriendo hacia él, simplemente soltó a voz en grito: ¡Qué pesao es este niño!¡A tomar por culo!
 Y tranquilamente se tumbó en la toalla mientras yo reprimía las ganas de tirarle el libro a la cabeza.
Imaginé la cantidad de veces que, a lo largo de su vida, el pobre niño iba a recibir perlas como ésa del mendrugo de su padre. Pensé en ese niño llegando como alumno mío a un instituto con una educación maltrecha y una aplastante falta de afecto que pagará sin piedad con sus compañeros y profesores. Sé que a los padres no se les da un manual y que desde fuera todo se ve muy fácil, pero si esos detalles no se subsanan pronto luego es demasiado tarde y es cuando un alumno te suelta algo como: ¿Pero qué dice este flipao? ...En el más suave de los casos.

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