martes, 31 de mayo de 2011

LOS ADICTOS


  Érase una vez un instituto de educación secundaria situado en el extrarradio de una capital de provincias. Los profesores advirtieron que al entrar al centro cada mañana, un reducido grupo de alumnos se reunía en la calle para leer libros. Los muchachos, entre 13 y 15 años, se acurrucaban sentados en la acera con un libro entre sus manos. Los comentaban y los compartían cuando leían algo interesante. Si algún amigo se acercaba a ese grupo, le recibían amablemente y le prestaban un libro para que no se quedara sin leer. Procuraban ponerse en una zona de paso visible y pasaban las páginas de su libro de manera desafiante cuando un profesor o cualquier adulto reparaba en ellos.
 El equipo docente del centro estaba alarmado al ver que el ritual se producía cada mañana. Además, algo encontraban los muchachos en aquellas lecturas que les elevaba a un estado de relajación y somnolencia que impedía que se pudiera trabajar con ellos durante las primeras horas. Pasada la media mañana, la situación cambiaba por completo: se despertaba en ellos una furia contra todo lo que les rodeaba y actuaban de forma agresiva ante sus compañeros y profesores. Daban igual las lecturas y contenidos que los profesores les trataban de inculcar, daba igual si se esforzaban para que sus clases fueran más amenas, más lúdicas... Ellos sólo pensaban en leer.



Si trataban de explicarles lo que podía ocasionarles un exceso de literatura a tan temprana edad, reaccionaban con incredulidad. Intentaban hacerles ver cómo tanta lectura afectaba al desarrollo de su mente y a su salud en general. Les ponían ejemplos de conocidos que habían echado su vida a perder por culpa de tanto libro, incluso les invitaban a charlas de personas que, como esos alumnos, se habían iniciado en la lectura siendo unos niños y habían podido reconducir su vida. Era inútil.
 La frustración e impotencia empezó a crecer entre el cuerpo docente, su esfuerzo era en vano. Sabían que lo poco que podían hacer desde el centro era probablemente tirado por tierra en unos minutos en la calle. La presión de la calle, del grupo, era demasiado fuerte. Mientras, se empezaron a detectar casos de libros que habían sido introducidos en el instituto y a pesar de la extrema vigilancia, se tuvo que expulsar a un alumno por leer a escondidas el Ulises de Joyce en los baños.
  Este creciente grupo de alumnos se pasaba, según  contaban, todo el fin de semana leyendo sin parar. Su único tema de conversación era la lectura y sentían adoración por aquellos que les prestaban los libros.  Incluso uno de los adictos fue detenido un domingo por la mañana, por romper las ventanas de una biblioteca en pleno síndrome de abstinencia.
 Los profesores necesitaban  ayuda y buscaron aliados entre los familiares. Cuando explicaban el caso a los padres o madres, éstos no se mostraban sorprendidos ni indignados. Lo peor es que intentaban quitar hierro al asunto y se escudaban diciendo que eso era "cosa de críos". Algunos de estos chicos vivían en un ambiente inestable, a veces hostil, y como mucho zanjaban el asunto con un "hablaré con él/ella en casa". Pero los profesores percibían que era una respuesta complaciente para que dejaran de insistir.
  Aunque había familias colaboradoras ( curioso , ya que deberían ser los profesores los colaboradores) estaban alucinados por la escasa respuesta familiar y sólo cuando se enteraron del por qué de tanta dejadez, entendieron que estaban solos en esta lucha: varios de estos padres leían en casa delante de sus hijos, compartían con ellos algunos libros y lo que es peor, lo hacían delante de sus hijos más pequeños.
  El profesorado decidió no desanimarse y seguir intentándolo. Quizás cuando estos chicos crecieran, valorarían que hubo un grupo de profesores que ya les advirtió lo que les podía suceder, aunque fuera demasiado tarde.


No hay comentarios:

Publicar un comentario